miércoles, 3 de marzo de 2021

Guillermo Brown

William Brown nació en Foxford, Irlanda, 22 de junio de 1777




En 1787, en Foxford, en el noroeste de Irlanda, se cerraban las hilanderías y los católicos comenzaban a ser perseguidos. Por lo cual, el padre de Guillermo Brown decide buscar en Filadelfia, Estados Unidos, una vida mejor. Pero moriría de fiebre amarilla a los pocos días de llegar, dejando huérfano al niño de diez años, en un país desconocido. Al quedar huérfano, se embarcó como grumete en un barco estadounidense.

En este contexto, el pequeño se embarcaría como grumete y recorrió durante diez años las Antillas y el Atlántico. Fue herido y desarrolló una capacidad sobrehumana para ignorar los dolores mientras durara el combate.

A los diecinueve años fue apresado por un buque inglés. Aunque ya tenía la matrícula de capitán fue llevado como botín de leva.

En la penumbra del barco inglés pergeñó tácticas de fuga. Había que esperar la llegada a un puerto o la proximidad de una nave enemiga. Ocurrió lo último. El Président, francés, provocó la alarma. 

Empezó un combate en el que Brown y sus amigos sabotearon las defensas. Sabían que Lafayette había colaborado en la emancipación norteamericana y que los principios revolucionarios de París propugnaban la justicia universal. Los ingleses tuvieron que rendirse. 

El botín de leva, empero, sufrió la decepción. El Président no era comandado por Lafayette ni a sus oficiales les interesaba la filosofía de la Revolución Francesa. Guillermo Brown fue arrinconado como enemigo en un sucio calabozo. Lo enviaron al puerto militar de L'Orient y de allí a la prisión de Metz. 

Una mañana el guardián encontró la celda vacía y desparramó la alarma. Brown ya estaba lejos vistiendo un traje de oficial francés. Al llegar a un molino, un soldado lo vio transpirado y desaliñado. Se acercó para brindarle ayuda. Brown no era capaz de pronunciar un monosílabo en buen francés. Estiró su chaqueta y reanudó la marcha. El soldado apuró el paso. Cuando ya le daba alcance, Brown entendió que sólo tenía una escapatoria: correr. El soldado se despabiló súbitamente y gritó pidiendo ayuda. Apareció el molinero armado de un garrote. Los tres se abrocharon con puños y patadas hasta que el garrote consiguió aplastar a Guillermo. 

La cárcel de Metz resultaba insegura y lo trasladaron a Verdún; lo confinaron en el calabozo más alto y hermético. Pero desde el primer día empezó a estudiar otra fuga. En el calabozo contiguo estaba el coronel inglés Crutchley. Empezó a horadar el muro bajo la cama con el propósito de establecer comunicación con su vecino. Cuando le fue posible pasar la cabeza, urdió un plan con su flamante cómplice. Decidió labrar otro boquete en el techo. Trabajó de noche, con paciencia, con tenacidad. Tapaba el agujero durante el día con la bandera de su barco, de la que no se desprendió en ningún momento. Cuando la abertura dejaba pasar el cuerpo, con Crutchley armaron un cable atando todas las sábanas y treparon a la azotea. Acecharon el desplazamiento de los centinelas; se agazaparon en un rincón oscuro y fijaron la cuerda, se precipitaron al exterior y echaron a correr hacia el este. Se ocultaron en el bosque durante el día y con las primeras sombras reanudaron la marcha. 

Al llegar a el Rhin, límite de Francia con Alemania encontraron a un botero. Los fugitivos, con muecas y ademanes le pidieron que los cruzara a la otra orilla. El barquero se negó: esperaba a tres comerciantes que ya le habían pagado, que estaban por llegar. Guillermo le saltó al cogote. O los cruzaba o lo estrangulaba allí mismo. El rubicundo alemán se congestionó, asintió con los ojos desorbitados. Empuñó los remos y obedeció enérgicamente. Cuando llegaron a tierra alemana le expresaron en inglés y mal francés su agradecimiento. El coronel buscó en sus ropas destrozadas algún objeto, encontró una medalla y se la obsequió. El barquero se conmovió, sorprendido, y sonrió con la vista nublada. Entonces les confesó que no esperaba a tres comerciantes, sino a tres policías: había estado a punto de malograrles la libertad. Los fugitivos se miraron, lanzaron un alarido, se abrazaron y estallaron en una nerviosa, descontrolada carcajada.

Tuvieron la fortuna adicional de enterarse que una princesa inglesa estaba casada con el duque de Wurtenberg, la princesa aceptó recibirlos. La embelesaron con el relato de sus peripecias y ella, en retribución, dispuso con anglosajona eficiencia que les entregaran ropa, dinero y pasajes para volver a Inglaterra como héroes de la nación. Otra vez el mar. El infinito, omnipotente mar. El maravilloso bramido de sus olas. En Inglaterra se separaron los amigos. Crutchley se reincorporó al ejército y Guillermo Brown ingresó en la marina mercante. 

En Inglaterra encontró el amor en Elizabeth Chitty, una joven protestante con quien viajaría en 1811 al Río de la Plata, y junto a su primogénita, también llamada Elizabeth. Ahí se nacionaliza argentino y se convertiría en el principal prócer naval de nuestro país, adquiriendo el apodo de "Padre de la Armada Argentina".

El combate de Martín García

Parte de la Campaña Naval de 1814, se libró entre los días 10 y 15 de marzo de 1814 entre las fuerzas de las Provincias Unidas del Río de la Plata al mando de Guillermo Brown y la flotilla española bajo el mando del capitán de fragata Jacinto de Romarate fondeado en la Isla Martín García. Tras un combate naval en que resultaron vencedores los realistas, sufriendo los atacantes revolucionarios numerosas pérdidas, estos consiguen reagruparse y tomar por asalto la isla de Martín García, obligando a la escuadra de Romarate a retirarse del lugar. La victoria estratégica conseguida por Brown al tomar la isla, dividió a las fuerzas navales españolas y aseguró para las Provincias Unidas el control del acceso a los ríos interiores.

Expedición Corsaria al Pacífico

Algunos emigrados chilenos en Buenos Aires, tales como el presbítero Julián Uribe, sugirieron al gobierno que lanzara los barcos en una expedición corsaria a las costas del Pacífico, sin empeñarlos en una guerra naval regular. El corso afectaría el comercio español, sembraría alarma y generaría recursos económicos. El Gobierno de Buenos Aires aceptó la sugerencia y ordenó en junio de 1815 aprestar cinco barcos para realizar la expedición.

El gobierno participó de la expedición por medio del bergantín Santísima Trinidad, puesto bajo el mando del capitán Miguel Brown, hermano del comandante Guillermo Brown. También aportó 4000 pesos para diversos gastos de apresto.

Réplica de la Fragata Hércules.


La escuadra corsaria quedó formada por otros 4 barcos con más de 150 cañones y más de 500 tripulantes:

Fragata Hércules, al mando del capitán Walter Dawes Chitty (cuñado de Brown). Tenía 20 cañones y 200 tripulantes, aunque zarpó solo con 102. Era el buque insignia y el más grande de la escuadrilla, y en él viajaba el comandante Guillermo Brown.

Bergantín Santísima Trinidad, al mando del capitán Miguel Brown. Tenía 32 cañones y 130 tripulantes. Fue entregada en préstamo a Brown.

Corbeta Halcón, al mando del capitán Hipólito Bouchard. La corbeta había sido comprada al Estado argentino por el armador Vicente Anastasio Echevarría en septiembre de 1815 por solo 8000 pesos «en consideración al importante servicio que va a efectuar». De resultar favorable la expedición, Echevarría debería pagarle al Estado 2000 pesos adicionales. Los oficiales de la nave eran principalmente franceses, pero el segundo comandante, Robert Jones, era británico. Formaba parte de la tripulación el capitán de caballería chilena Ramón Freire Serrano. Fue armada con 12 cañones de 8 libras y 6 carronadas de a 10 y tripulada por 100 hombres, en su mayoría franceses.

Goleta Constitución, al mando del capitán Oliverio Russell. Su tripulación la componían chilenos emigrados en Buenos Aires, entre ellos Julián Uribe, vocal de la Junta de Gobierno de Chile.

El episodio más notable de esta época, fue cuando entró a sable y fuego al puerto de Guayaquil. Viéndose acorralado, amenazó con volar la Santa Bárbara, su nave. Los españoles le dieron su palabra de respetar tanto su vida como la de sus hombres. Casi desnudo por el fragor de la lucha bajo el sol ecuatorial, Brown decidió usar la bandera nacional para cubrirse. Nadie mejor para lucirla.

La patria lo llamó para enfrentar al Imperio del Brasil, y a lo largo de esta contienda, Brown mostró todo lo que había aprendido. La ciudad fue testigo de su osadía, cuando con escasas naves salió a enfrentar a los imperiales, justo enfrente a Buenos Aires. Antes de zarpar le dijo a la tripulación: “Adelante, que el pueblo nos mira”. Desde las azoteas, los porteños contemplaron a su flota batirse.

 De la noche a la mañana, Brown se convirtió en un ídolo… pero la desgracia, que siempre le mordía los talones, cayó sobre él una vez más, cuando el capitán Drummond (el prometido de su hija Elisa) murió en sus brazos. Drummond le dio a Brown su reloj como postrero recuerdo para Elisa. El almirante tuvo la terrible tarea de comunicarle a su hija la aciaga noticia. Poco después, Elisa moría ahogada en el mismo río que le había arrebatado su felicidad. Mucho se habló sobre un suicidio romántico, hasta decían que de blanco se adentró en las aguas barrosas para unirse a su enamorado. No fue así, pero esta leyenda la consagró como “la novia del Plata”. 

Durante el sitio de Montevideo, Brown sufrió una herida en la pierna que le dejó un miembro más corto que el otro, circunstancia que lo obligó a cojear de por vida. El estudio de sus huesos, cuando su cuerpo fue trasladado a la Recoleta, muestra que había una diferencia de casi diez centímetros. Curiosamente, existe un cuadro que lo muestra tratado por el capellán Juan Andrés Manco Capac de Tupac.

Después de esta nueva desgracia, Brown se puso más susceptible… Estaba seguro que alguien lo iba a envenenar. ¿Serían los ingleses? ¿Eran acaso sus enemigos políticos? Nunca aclaraba quién quería su muerte, pero extremaba los cuidados hasta el delirio. Nadie podía tocar su botella con agua. Al que lo hiciera le estaban reservados veinte latigazos. Jamás probaba “su” comida, de eso se encargaba un tal Robert, hombre de su confianza. Y como si estos recaudos no fuesen suficientes, durante la cena cambiaba abruptamente su plato con el de cualquier miembro de la tripulación. 


Daguerrotipo
Brown se retiró a la vida privada, no queriendo tomar parte en la guerra civil que durante más de veinte años librarían unitarios y federales. Esa era su intención, pero el bloqueo al que fue sometido Buenos Aires por parte de las fuerzas inglesas y francesas a partir de 1838 forzó al viejo almirante a volver al servicio activo.“La casa amarilla”, el hogar del almirante, era un reducto apartado de la ciudad, donde se recluía a fin de escapar de toda mirada indiscreta. Allí pasó los últimos años de su vida, lugar en el que recibió al almirante Grenfell, uno de los subordinados del almirante Thomas Cochrane con el que había servido en Chile, Perú y Brasil. Grenfell se quejaba de lo ingratas que eran las naciones con aquellos que las habían servido, a lo que Brown contestó que todas las riquezas eran superfluas, si lo único que se necesitaban eran “seis pies de tierra” para descansar de tantas fatigas.

Fuente:

Marcos Aguinis, El Combate perpetuo

Oscar López Mato, La Prensa

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